Aydeé Bravo es una observadora nata de la vida. Tiene orejas vouyeristas. Es fotógrafa mental. Arrancadora de costras sobre heridas que no terminan de sanar. 

Parece que sus palabras favoritas empiezan con la letra “T” porque su vida transcurre así: Tlalpan, transporte, trabajo, taxi, taco, Tchaicovsky, Tuxedo, tristeza. Crónicas De Una Mujer Pequeña nos deja ver su inherente sensibilidad hacia el transcurso apremiante de los días. Donde nunca desecha ninguna de sus emociones, ya sean naturales o inventadas. Esta mujer las cuestiona, las desmenuza, las analiza, las odia, las ama, las llora, las ignora… según el trabajo que le cueste concebir la vida en ese momento.

Con una prosa sencilla y natural, Aydeé logra mostrarnos sus halos de tristeza cómo el tesoro que la mantiene viva. Las Crónicas De Una Mujer Pequeña nos hablan de esa chica capaz de recoger flores de un basurero para adornar su casa. De tirarse un pedo oloroso y sostenerle la mirada a quién la mire con asco. De fumar un cigarro mientras hojea revistas pornográficas en el puesto de periódicos ante los ojos sorprendidos del vendedor (a quién también le sostiene la mirada).

Ella comiendo tacos de cinco varos, deseando el refresco que alguien más dejó porque es tiempo de escasez. Ella dejándose besar la mano por una boca embarrada con grasa de chicharrón. Ella enfermando sin compañía alguna. Ella sintiendo que en la fragilidad de la vida radica su encanto. Ella sin justificaciones ante nadie de sus sentimientos. Porque a pesar de parecer exagerados o de rayar en la depresión son siempre puros. 

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LA NOVIA DE TLALPAN 

Nunca Tlalpan, desde su edificación en 1432, tuvo un amorío tan íntimo cómo con esta Chica Tóxica. La gran avenida que acarició sus pasos y la protegió de un asalto; es la misma que la empujó diariamente a abrirse paso entre todos esos cuerpos de diferentes tamaños en el camión. También la obligaba a abordar taxis haciéndola gastar el dinero que no tenía, cuando la «enfermedad» de la impuntualidad no tenía cura.

La gran calzada la vio reír, siéndole infiel con otros novios. La vio pasear una vez con su familia. Nunca le hizo un desaire cuando se presentaba en la madrugada ebria o drogada. Ella se lo pagaba con gargajos.

El asfalto la amó más viéndola leer al viejo que era alcohólico por gusto y no por vicio: Bukowski, a Vicente Quirarte, a Oscar Wilde y su retrato así cómo a José Revueltas. Pero aún así, el romance llegó a su fin y la separación fue inminente cuando esta mujer pequeña (sólo de estatura) lloró. Dándole las gracias a su amado Tlalpan, porque en el fondo eran iguales. Por aquello de las calles oscuras y peligrosas cómo su alma, cómo cada parte de su vida. 

«Prueba alguna vez y verás lo grato que es sentirse vivo».

¿Cuántas veces uno llora por las mismas cosas? Se pregunta la autora que constantemente está muriendo. Muriendo de frío, de cansancio, muriendo de vergüenza de actos que no puede mencionar, de dolor. Muriendo por lograr perdonar a quienes la han lastimado. Muriendo por vivir. No se sabe, no hay respuesta al número de llantos, ella sólo llora porque le da miedo la muerte pero también, la ansía. 

“Dedicado a las almas sensibles” advierte Crónicas De Una Mujer Pequeña en su primera página. Y creo que sí debemos tenerlo en cuenta porque “la gente va y viene y se empeña en evadir ciertas emociones, para arrancarse el miedo y los recuerdos dolorosos…”. Pero sabrán que esta escritora hace exactamente todo lo contrario. Donde detecta dolor dará rienda suelta a vivirlo y no parará. No hay un final, sencillamente no parará. 

Aydeé Bravo tiene un dejo de inocencia que me recuerda a la niña de Alicia En Las Ciudades de Win Wenders. El objetivo fijo era llegar a casa y el destino le ponía e inventaba trabas para no lograrlo. Pero también, mientras eso sucedía ella disfrutaba y se acoplaba a lo que estuviera pasando en el presente por muy doloroso que fuera. 

Chassé:

*El libro es de Ediciones Vodevil, (del francés vaudeville) que se refiere a un género del teatro de variedades cómo el burlesque o el freak show

*»Casa Silencio», ubicada en el número 959 de Avenida Tlalpan, abrió sus puertas por primera vez en 1935 (cuando aún reinaba un aspecto rural en la ciudad) convirtiéndose en el motel más antiguo de la capital.