Texto: Aydeé Bravo

Cuando un hecho me impacta con fuerza evado enfrentarlo durante algún tiempo. Pueden ser horas, días o años. Me alejo y cuando me quedo sola recreo en mi mente el hecho, entonces sufro.

Sucedió así cuando murió mi primer abuela, cuando tembló el 2017, cuando perdí el anillo con forma de cinturón que me regaló mi padre un cumpleaños. Pasa cuando alguien que amo me ignora o me ofende. Seguramente me pasará con la presente pandemia. Pueden ser hechos trascendentes o no, la constante es que me resulten impactantes.

El 28 de septiembre de 2019, mi amiga Jessica llamó por teléfono para darme la noticia, ella sabe que él me gusta más que cualquier otro intérprete en el mundo. Falleció José José, dijo. Respondí con pesar para condolerme, pero no lo sentí. Ambas programaríamos música más tarde en un homenaje a Charles Bukowski, al que nos invitó nuestro amigo Carlos Camaleón. Por supuesto pusimos canciones de José José. Conviví con los asistentes al evento, animada como pocas veces. Pasaron horas, regresé a casa junto con Gerardo, mi pareja, quien se fue a dormir; y entonces me quedé sola. Programé en la computadora El Triste, Volcán, Secretos y Reflexiones, que son los únicos discos que guardé completos en una USB vieja, y me arrellané en el sofá.

Busqué en mi mente el primer recuerdo de la voz de José José, y lo encontré. Me vi con nueve años de edad, sintonizando algo en una radio de pilas. Entonces vivía con mi familia en Cuautlancingo, Puebla. Un lugar alejado de todo, donde no había luz, ni drenaje, ni autos, ni muchas casas. Entre la interferencia escuché: «Mi niña, va guiando mi camino con su amor, como una estrella…» Yo estaba sola en casa, por supuesto tuve la fantasía de que esa voz cantaba específicamente para mí, como una cosa del destino. He padecido pensamiento mágico desde pequeña. El programa se llamaba La hora de José José. No he dejado de escuchar a José José desde entonces, han pasado treinta años.

Escuchando «Seré», lo sentí. Empezó en el estómago con una sensación parecida al hambre, pero también a las náuseas. Subió como humo frío y caliente al mismo tiempo hacia mi esófago, hizo nido en mi garganta un ratito. Finalmente salió en forma líquida por mis ojos como gotas pequeñas que luego se hicieron grandes. Sentí un desamparo profundo, como el que sentí una vez que estaba en el kinder.

Era la hora del recreo y vi a mis padres pasar por afuera de la escuela. Corrí para treparme a la reja y desde ahí gritar con todas mis fuerzas: ¡Papá, Mamá, holaaaaaaa! Ellos no me escucharon, grité una y otra vez, pero nada. Iban platicando, se veían contentos. Tuve la certeza de que la realidad se dividió y ellos no podían verme porque yo dejé de existir en su universo. Estuve segura de que no nos veríamos nunca más. Ninguna de las maestras consiguió aminorar mi tristeza. Sólo me tranquilicé cuando pude tocar a mis padres, a quienes les costó un poco de trabajo convencerme de que no hubo realidades alternas. Simplemente no me escucharon.

Sin embargo, lo que sentí fue real y se repetiría muchas veces a lo largo de los años, aún cuando los motivos que provocasen tal sentimiento no fueran siempre racionales. Como esa madrugada. José José ya no estaba en la misma vida que yo y eso me dolía profundamente. Aunque en la realidad habría sido prácticamente imposible tener algún contacto con él. Creo que, en algún lugar de mi corazón, tenía la esperanza de que un día nuestras miradas se encontrarían fortuitamente, aunque fuese sólo unos segundos. Fantasías infantiles.

No sé de música. No tengo idea de cómo se evalúa una voz profesionalmente. Sólo sé que la voz de José José es para mí una caricia. Como si yo estuviese completamente desnuda y alguien colocara sobre mi cuerpo una manta de tela suavísima que me proporcionara la temperatura perfecta. Quizás encuentro en su voz algo paternal, pues ahora que lo pienso, acudo a ella cada que me siento desvalida.

Cuando estoy borracha me gusta cantar a grito pelado las canciones de José José, especialmente si estoy acompañada por amigos que quieran cantar conmigo. Pero la forma en que realmente lo disfruto es a solas, con el sonido bajito y pegando la oreja a la bocina, sin que nadie mire. Sin que nada interrumpa el sonido de su voz terapéutica, aterciopelada, de nube blanca en cielo azul.

La voz de José José murió primero que él. Lo imagino sintiéndose como un recipiente vacío durante sus últimos años. Por eso, aunque me duele su muerte, sólo puedo desear que descanse en paz. Que nunca más sea El triste.