Me recargo en el poste de la esquina que forman la calle principal de mi colonia y la calle donde vivo

Me encuentro en el centro del haz de luz que sale de la luminaria. Gracias a esto, y a la obscuridad que brinda la noche, no es difícil ser visto desde una distancia prudente, tan prudente, como la que hay desde mi lugar de observación, a la única pastelería del rumbo. Tan único el negocio como su dueña, ya está cerrando la pesada cortina metálica, ya ha puesto los candados, quiero que se levante, quiero que me mire, quiero que vea como cumplo mi palabra, que no la busco, que no le hablo, que el perderla no ha modificado mi forma de ser, eso es lo que quiero que vea…

¿Ella habrá tenido razón?, eso es lo que me pregunto todas las noches, cuando me acuesto a tratar de dormir. Porque en realidad me acuesto a extrañar, a extrañar como miraba a su marido con esos ojos llenos de costumbre, llenos de olvido, llenos de algo que hacía juego con su boca, de la cuál ya no salían reproches ni gritos, no salían ya los reclamos, sólo le salían respuestas cortas, no más de tres palabras en casi todo el día. Extraño su caminar, rápido y sin gracia, como para no dejarlo ver sus lindas caderas, ocultas ya de por sí, gracias a un enorme delantal lleno de manchas de anilina de colores, manchas que por lo regular eran causadas por la energía que ponía al batir el betún para adornar. Y es que en todo lo que intervinieran sus manos ponía la cadencia, la pasión y el amor, que le negaba a su marido en sus miradas, en sus palabras, en su compañía , eso extraño, y no porque me guste evocar mis días a su servicio como ayudante en la pastelería…

Cuando la importancia de un trabajo se mide por la comodidad de horarios y  la simpleza de las labores, el letrero de «se solicita mozo pastelero«, es una excelente oportunidad. Tomé el letrero de la vitrina de las gelatinas y me le presenté. No recuerdo cuantas fueron la veces que compré pasteles para las fiestas familiares, cuantas las veces que compré empanadas para el antojo, cuantas las veces que compré gelatinas sólo por gula, cuantas las veces me resguarde de la lluvia dentro de la pastelería, no las recuerdo, pero lo que aún no olvido, son sus ojos, negros como la noche y enormes como la luna llena, me miró inquisitiva de arriba  para abajo, me preguntó si tenía las uñas limpias, no me creyó y me pidió que se las enseñara, al terminar de revisarlas, rápidamente me dijo «son trescientos setenta pesos, de las siete de la mañana a la una de la tarde, descansando sólo los domingos, ¿Aceptas?«…

Nunca creí que fuera tan divertido pasar el tiempo cargando bultos de azúcar, acomodando cajas de polvo para hornear, hirviendo leche, batiendo huevos, etc. Pero al pasar de los días me di cuenta que no era esto lo divertido, lo divertido era reír con ella. Escuchas las mil historias que estaban guardadas en su cabeza, y de las cuales se acordaba al amasar, al batir, al adornar. Se acordaba de ellas, con cada una de las manchas de su delantal, las recordaba cuando cernía la harina y siempre eran distintas, me contaba como había aprendido, desde andar en bicicleta hasta sus primeras horneadas, pasando por su primer cita, sus amores, sus desamores, sus dolores y algunas de sus alegrías, todo eso me contaba, mientras yo me fijaba más en ella, en sus manos, en su cabello, en su andar…

Supongo que pasar de la fascinación a la pasión no fue difícil, el deseo de aprenderme su cuerpo, como ya me había aprendido su mirada, el deseo de conocer su cuerpo, como ya conocía sus palabras, el deseo de tocar su cuerpo, como ya tocaba sus manos, el deseo de seguir los movimientos de su cuerpo, como ya seguía sus pasos. Pasión es lo yo sentía por ella, y era lo que ella ya no sentía, era lo que ella había perdido…

Una tarde, mientras acomodaba los bultos de harina, pasó muy junto de mí, no sé que fue, si fue el olor a vainilla de ella, si fue el rozar de su cabello con mi cara, pero sentí la necesidad de tomarla del brazo. Sorprendida volteó a pedirme perdón por el empujón, a lo que sólo respondí, perdóname a mí, y la jalé, cerré lo ojos y la besé en la boca color rojo cereza. Por toda respuesta sólo recibí un empujón, me miró a los ojos con una mirada que no conocía hasta ese momento, sólo eso, sólo me miró, suspiró y se dio media vuelta para marcharse al frente de la pastelería. Pasé el resto de la tarde en la parte de atrás, acomodando una y otra vez las mismas cosas, los mismos bultos, las mismas cajas, las mismas latas, tenía miedo, pero no de que me acusara con su marido, no de que me corriera del trabajo, no de nada de eso o algo parecido, de lo único que tenía miedo era de no volverla a ver a los ojos…

Al salir esa tarde, fue el principio de todo, ahí estaba ella esperando al frente de la pastelería, sin decir palabra alguna, me tomó de la mano, y fuimos a la covacha del fondo, ahí entre montones de costales vacíos, rodeados de cuatro mugrosas paredes, iluminados sólo por un par de huecos en una de ellas, nos fundimos en uno sólo. Combinamos nuestros olores, nuestros sabores, pude respirar su aliento, pude sentir su cuerpo, lo recorrí buscando memorizarlo, sin pasar por alto ningún resquicio, mi boca seguía a mis manos, descubrí que sus manos y su boca hacían lo mismo. Su respiración entrecortada, sus temblores, junto con el sudor de mi espalda, pasaron a segundo término, para dar paso a sus sollozos, a sus ojos cerrados sobre mi pecho, a su cuerpo tibio y cansado junto al mío, esa noche cerramos la pastelería más tarde de lo normal…

Buscamos repetir muchas veces esa tarde, ya fuera en la covacha, o en un hotel de paso, cerca de la bodega donde se surtían las materias primas del negocio. Mis ganas de aprender de ella, eran iguales a su deseo de enseñarme. Pasamos juntos muchas mañanas, muchas tardes, sólo nos separaba la permanente visita vespertina de su marido, que llegaba del trabajo a la pastelería todas las tardes, de todos los días…

Era como conocer a dos personas distintas, una la que me contrató, la amiga con la que pasaba parte del día en las faenas de la pastelería, mirando a los ojos a su marido, y hablándole con una seguridad y un aplomo, como si nunca hubiera pasado nada. Tal era su seguridad, que en ocasiones yo dudaba de que en realidad hubiera pasado algo, y la otra, la que hacía el amor conmigo cada tarde de un día y del otro también, que me miraba a los ojos y me hablaba con tal seguridad y aplomo, que en ocasiones yo dudaba de que en realidad nos ocultábamos de su marido…

El no era nada del otro mundo, un burócrata como miles de este país, gris por dentro como por fuera. caminaba haciendo ruido con el cambio en la bolsa izquierda de los pantalones, siempre traía monedas en la bolsa izquierda del pantalón, usaba botines con tacón cubano, y siempre vestido de café claro, en alguna de las distintas modalidades del uniforme de la dependencia federal en la que vegetaba todos los días. Tenía el cabello como un viejo fraile español con  la calva reluciente, cubría sus pequeños y ladinos ojos con gafas que se aclaraban en la noche y se obscurecían al salir al sol, ahora que lo recuerdo nunca había visto sus ojos…

Estaba derritiendo un poco de chocolate blanco, junto con uno de color rojo, para regalarle una paleta en forma rosa. Esa tarde tenía muchas ganas de verla, de tenerla, después de un fin de semana sin ella, pero ella no llegaba. En cambio el que llegó a la pastelería fue él, y dijo que se iba a quedar hasta cerrar, en ese momento el cucharón cayó de mis manos, al llamarme la atención por mi falta de cuidado, yo no escuchaba nada, sólo se repetía en mi cabeza su frase “me voy a quedar hasta cerrar”, “me voy a quedar hasta cerrar”, “me voy a quedar hasta cerrar”, una y otra vez, una y otra vez. Perdí todo control sobre mi cuerpo y mi mente, sólo era testigo de lo que estaba ocurriendo.

Claramente vi como me le fui encima a golpes, el no atinaba a responder mis agresiones, hasta que de un aventón lo arrojé contra el estante donde colocábamos los moldes vacíos de las gelatinas, llenando de sangre la pared y algunos moldes cercanos. Cuando con bastante trabajo lo estaba levantando del suelo, llegaron clientes, pero al ver el cuadro desaparecieron tan rápido como llegaron. Sin dar importancia a este detalle, lo lleve casi cargando, al consultorio médico que está cerca del canal de aguas negras que pasa por un costado de la colonia. Ya casi llegaba al consultorio, cuando casi volvía en si, y tuve que golpearlo en el estómago. La ventaja de vivir en una colonia como la mía, es que cualquiera cree que somos compañeros de parranda y lo llevo arrastrando hasta su casa. Pasé de largo la entrada del consultorio, decidí ir más allá de la barda de seguridad, junto a la orilla lo tomé del cuello y lo apreté lo más fuerte que pude, no puedo olvidar su mirada, sus pequeños ojos los abría, como queriendo jalar aire por ellos,  como queriendo golpearme con ellos, como queriendo decir mi nombre con ellos…

Apenas regresé a la pastelería, y la encontré lavando las manchas de sangre, nos vimos sin decirnos nada, sabía lo que había hecho, no lo vio, no supo como fue, pero sabía que esa noche su marido no iba a cerrar la pastelería, le dije mis razones, le dije cuanto la extrañaba, le dije cuántas ganas tenía de estar con ella ese día, pero al verme directo a los ojos, sólo dijo “vete, no vuelvas más, de mí no volverás a obtener ni una mirada, el sabía lo nuestro y estaba de acuerdo”…

Salí corriendo de ahí, no sin antes susurrarle de cerca que lo hice por ella, que lo hice por mí, que lo hice por los dos, pero si no estaba de acuerdo, que si no lo aprobaba, que si no compartía la culpa y el remordimiento, no volvería a verla, ni a buscarla, ni hablarle, así que ante la falta de denuncia, no hay delito que perseguir, ante la ausencia de evidencia, no hay crimen que castigar, ante la ausencia del cuerpo, ella no tiene a quién llorar, pero ante la ausencia de su cuerpo, yo si tengo a quién extrañar

La mirada turbada y casi sin aliento de su marido me persigue noche y día, día y noche me trato de ocultar de su mirada, de sus ojos desesperados, de sus ojos queriendo decir mi nombre. No puedo dormir, así que salgo a tomar el fresco de la noche y mientras me pregunto, ¿ella habrá tenido razón?, ¿el sabría lo nuestro?, ¿el estaría de acuerdo?, ¿ella habrá tenido razón?, me repito constantemente, mientras me recargo en el poste de la esquina que forman la calle principal de mi colonia y la calle donde vivo, me encuentro en el centro del haz de luz que sale de la luminaria…

lampara de calle
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