Camino por las calles que sirven de frontera entre la zona habitacional y la zona industrial al norte de la ciudad…

Lugar de miles de hogares miserables, cientos de departamentos y casas duplex  de clasemedieros y unas cuantas zonas de gente pudiente. Caminando con la idea de ir a casa, pero camino cargando los restos de un día largo y pesado. De un día que comencé demasiado temprano, ya que avisaron por el radio que mi colonia se iba a quedar sin agua por acciones correctivas en el sistema cutzamala, o algún subsistema, o algo así. Ya no saben que inventar para justificar los mismos parches que ponen siempre en los mismos lugares y me quise bañar bien, muy bien, ya que he convencido a Bety, la chica de recepción, de tomar media hora más a la hora de la comida. Pero no para comer, de hecho ya no está tan chica, a sus confesados cuarenta y cinco años, luce como un auto modelo 1959, todo un clásico, líneas firmes y definidas, y de un material, que aún aguanta un buen laminazo, me gustaría definir sus interiores, pero me quedé con las ganas, al menos por hoy; decidí ir a la oficina sin corbata, para que al regreso de la cita con mi “agente de seguros” , nadie sospechara, y no por mí. A mí me da igual, sino por respeto a mi cómplice, que no pide amor, comprensión ni empatía, vaya, sólo le bastan dos cosas,  mi discreción, tirando a casi olvido y una rosa dejada sobre el mostrador de la recepción a temprana hora, antes de que comience a llegar todo el mundo, sin un gracias, sin un te amo…

Trato de estar en la oficina sin estar en ella, que hoy no me vea nadie, hoy a la una treinta de la tarde me salgo de volada para comerme un pollo al que le tengo muchas ganas. Tomo un montón de papeles del estante que he rotulado “para archivar”,  y que en realidad tiene casi la misma cantidad de papeles que el de “pendientes de revisar”. De hecho, en ocasiones hasta comparten documentos, y sólo el azar determina a cual de los dos pertenece al final del día, después el tiempo se encarga de corregir esa frívola elección del destino, pero bueno. Armado con engrapadora, pinza quita grapas, perforadora, ligas, marcador permanente y mi montón de papeles me voy al archivo, dispuesto a estar ahí, buscando la una con treinta. No bien apenas me he instalado y llevo apenas unos minutos tratando de ordenar mis papeles, que se confunden con mis ideas y mis deseos, cuando me manda llamar mi jefe. A juzgar por los comentarios de Leonardo un cuate de la oficina que es el que ha ido a buscarme y que es el que lleva los descuentos vía nomina de renglones “especiales” como los llama él, y que son los descuentos por pensión alimenticia, los descuentos de préstamos especiales, los descuentos por cobro de reparaciones en siniestros viales, o sea todo lo que no son ni impuestos ni ahorro, pasa por sus manos, y se la pasa el día batallando con empleados de confianza, sindicalizados, vendedores, ejecutivos y directores, tan distintas sus formaciones tanto profesionales, como personales, tan desiguales en sus gustos para vestir (unos lo que pueden y otros lo que quieren), con miradas tan distintas unas de otras, pero todos verdaderamente unidos, de hecho mimetizados en uno solo, cuando se trata de reclamar algún descuento, desde su punto de vista improcedente, y Leonardo ni sufre ni si acongoja a todos los trata por igual y a todos despacha sin problemas. Es un cuate que no se altera  ni se alarma fácilmente, por eso al verlo preocupado por el estado tan alterado de mi jefe, me confundo, mientras recorro el camino del archivo a su oficina hago un rápido recuento de mis últimos trabajos entregados, busco posibles fallas, pero por más que busco y rebusco en mi memoria, no hay nada que pueda sacar de sus casillas a quien reclama mi presencia de forma inmediata…

Al llegar a su oficina, corroboro las impresiones de Leonardo, no está molesto, esta encabronadísimo, mientras tomo asiento en el mullido sillón de piel, que en ese momento no es para mi otra cosa que mi cadalso. No puedo dejar de ver la fotografía solitaria que adorna la pared desnuda de cualquier otro objeto con fin decorativo, es el, apenas dos semanas atrás recibiendo de manos de nuestro director general un reconocimiento a sus veinticinco años de trayectoria dentro de la empresa, reconocimiento acompañado de un discurso meloso y algunas acciones de la empresa. En su discurso el director general además de resaltar las virtudes de mi jefe, dio un rápido repaso a su exitosa carrera dentro de la empresa, desde simple mensajero hasta todo un gerentazo, recorriendo desde abajo los laberínticos organigramas de la empresa, y por un momento sentí que yo no iba a correr con la misma suerte, sin decir palabra alguna dejó caer sobre su escritorio unas hojas, que por todo título sólo decían “informe secuencial de:”, y mi nombre escrito a máquina, al igual que el resto del documento…

Por el anacrónico gusto de escribir a máquina, deduje que se trataba de un trabajo hecho por el departamento de personal, a cargo de la Sra. Imelda, una cuarentona que tiene la espalda más ancha que la mía, manos de ablandador de carne, gordas y chicas, su cabello no es más que el remedo de lo que queda después de que las mujeres durante años se someten desde simples tintes hasta complicados permanentes, pero al paso de los años, se conforman con tener cabello, es tan corta de estatura como de pensamiento, es más cuadrada que un tenedor de libros de los tiempos de Matusalén, su criterio se reduce al decálogo de calidad de vida de la empresa, a la que por cierto había entregado treinta años de su nada interesante vida…

Para cuando terminé de leer el informe secuencial que el departamento de personal había tenido a bien elaborar sobre mi persona, ya era la una de la tarde, y había visto por la ventana de la oficina salir a Bety, que como parte del plan se iba a adelantar, pretextando un dolor de muelas, he de reconocer que el pretexto se lo sugerí pensando en un reconocido albur y que era el esbozo de lo que había de hacerle minutos más tarde, pero al terminar de leer el informe, que en realidad era la narración de un sábado común y corriente, pero a los ojos de mi jefe era el relato de algo merecedor de alguno de los siete infiernos a los que siempre hacía alusión cuando le avisaban que alguno de sus hijos, los cuales se daban vida de lujo, habían o bien chocado, o robado, o faltado a clases, o que se yo. Dependiendo de la travesura, los mandaba a alguno de los siente infiernos de algún escritor clásico, que citaba, no sé si por presumir que lo había leído, o porque sabía que nadie de nosotros lo iba a contradecir en su cita…

Se trataba del recuento que elaboró Doña Imelda, que hasta ese momento me enteré gustaba de espiar durante los fines de semana y días festivos a los empleados de la empresa (como ella no tenía vida propia), para checar que llevaran a cabo todos y cada uno de los diez puntos de buena conducta dictados por la dirección general. Pues resulta que el día en que me tocó posar para tan sinvergüenza espía, fue un sábado en que nos fuimos de copas desde la una treinta de la tarde, hasta que tuvo a bien cerrar la piquera donde estábamos, algo así como las once de la noche. Obvio es que salí pasado de copas, de chelas de hecho, pero no nadamás yo sino también los tres compañeros de oficina que me acompañaban; el LCP Juan Almonte Sarabia (el chetos), el Lic. Adolfo Mejía López (la cuca) y el CP Arturo Hernández Solera (el negro), los tres hábilmente disfrazados bajo la pluma de mi delatora como “las personas que le acompañaban”, y pensando que les llegaría el momento de ser juzgados como yo en ese momento, omití todo intento de citarlos en mi defensa, o estaba yo muy tomado, o Doña Imelda es dueña de una fantástica capacidad de camuflaje, ya que para narrar tan vívidamente como me oriné en la defensa de un bocho, como canté de forma escandalosa “mi agüita amarilla”, mientras me subía la bragueta, y como decidimos trasladar nuestro lugar de reunión de una simple piquera, al más sonado table-dance del norte de la ciudad. Narró con lujo de detalle cosas que escapaban a mi memoria, de hecho hasta leer el reporte recordé donde había dejado mi chamarra con logotipo de la empresa….

Eso era lo que tenía a mi jefe en un estado tan desconocido para mí, cuando levanté la vista, ya era la una treinta y cinco, y aún mi jefe no decía nada. Sabía que no iba a llegar a tiempo a mi cita. En un desesperado intento por salir de ahí, no atiné a decir nadamás que estaba muy apenado, que la vergüenza que sentía en ese momento no tenía paralelo, pero que si me daba permiso de salir y tomar aire, de regreso le podría explicar lo sucedido. Por toda respuesta espetó en mi cara lo que comprendí era la impotencia de no poder ponerme la mano encima, eso y un discurso moralino, me dijo que me fijara en la foto en la pared, me dijo que le habían dado ese reconocimiento por llevar una vida entregada al trabajo, sino también que en los veinticinco años de carrera dentro de la organización, nunca había faltado al decálogo de buena conducta, y se preciaba de que nadie en su departamento lo había hecho y no era yo el que iba a poner el mal ejemplo. Por mi mente pasaron en ese momento las diversas borracheras,  las visitas a casas de mala nota, las peleas a plena calle, y diversos eventos, siempre en compañía de uno o varios de mis compañeros de oficina, pero no los iba a delatar en ese momento, pero ¿por qué yo?, ¿por qué ese día?, ¿por qué a esa hora?. Si bien no podía encontrar respuestas a mis preguntas mientras seguía escuchando a mi jefe-pastor, ya eran las dos de la tarde cuando me dejó salir…

Tomé un taxi y le expliqué mi prisa. El que estaba perdiendo no era un encuentro semanal de dos amantes, que si no se ven hoy, se ven mañana, sino otro día, que más da. l que estaba perdiendo era un deseadísimo y trabajado palo de una sola vez, Bety fue muy clara cuando me dijo que si, pero que era sólo una vez y si te ví ni me acuerdo. Mejor para mí pensé cuando logré convencerla, pero no sabía como iba a reaccionar ante mi ausencia, llegué al hotel acordado y pedí entrar a la habitación pactada, pero el de la entrada me dijo que la habitación estaba tomada por dos personas ya, y que no podía entrar, al escuchar esto supuse que ante el plantón decidió salir a comer y que los ocupantes de la habitación eran dos personas más afortunadas que yo. regresé poco antes de las tres de la tarde, al entrar noté con sorpresa la ausencia de Bety. En fin, tenía que regresar al trabajo, bajo la lupa inquisitiva de mi jefe-pastor que se había erigido ante mí como lo que llamó guardián de custodia, pensé, total luego volverá a caer.

Di más de tres vueltas por la recepción, ensayando mi cara de compungido, odiando a mi jefe-pastor por su repentino amor a las buenas costumbres, pero nunca llegó Bety. Salí solo a las cinco de la tarde, con el pretexto de ir a confesarme, por increíble que parezca ese sólo hecho abrió las puertas para mí, hora y media antes de mi horario de salida, y al doblar la esquina ahí estaba Bety. Estaba recargada en la barda que termina hasta la esquina siguiente, mudo guardián de los bienes y males de la empresa para la cual presto mis servicios. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar, mostraba en su mejilla izquierda los rasguños causados por… Doña Imelda, el feroz guardián del decálogo de las buenas costumbres, era en realidad la pareja de Bety, que en un momento de púdica confianza le confesó nuestro plan, ya que si bien la amaba, no podía obtener de ella un buen acostón en toda la extensión de la palabra.

Imelda, así sin el doña, sin él señora, me había echado encima a mi jefe-pastor, para asistir en mi lugar a la pérfida cita con su lésbica amiga, que viéndola bien, Imelda con bigote bien podría pasar por hombre. Ahí le hechó en cara  una retaila de argumentos llenos de celos y de saliva que le salía a cada grito, me contó aún entre sollozos, cómo prácticamente la violó, al tiempo que le preguntaba si eso no le bastaba, que para que era necesario yo, o cualquier otro. Que su lengua y sus manos eran todo lo que ella necesitaba para sentirse mujer. No pude hacer más que abrazarla y subirla a un taxi. Aún debo unos pagos de la tele, y estoy juntando para el enganche de un carro, no puedo arriesgar mi sueldo, ya que me siento vigilado por mi jefe-pastor, no puedo arriesgar mi única entrada de efectivo por consolar a una decente lesbiana a la que se le juntaron sus antojos con mis ganas y tiene por pareja a una loca celosa y bigotona. Además entre los taxis de hoy, el hotel y los condones, no tengo para regresar a casa, entonces camino por las calles que sirven de frontera entre la zona habitacional y la zona industrial al norte de la ciudad. Lugar de miles de hogares miserables….

 

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